El cristal de la copa se rompió en mil pedazitos. Morgano pensó que había sido consecuencia de su estornudo. Pero Morgana sabía que había sido su abuelo, desde la otra habitación, quién le había dado fuerte con el taladro para intentar colgar el cuadro de Felipe VII.
El estornudo de Morgano duró aquellos escasos segundos, inconexos con la realidad, pero suficientes para que un mosquito te pique. Aquella milésima de segundo en que todo se mueve, el vaso se derrama, la comida se te cae, o las palabras se te traban.
Pero el estornudo de Morgano no era lo más importante en aquella casa. El cuadro que estaba intentando colgar el abuelo tenía más de 100 años, era claramente una relíquia. Morgana pensaba como robarlo y venderlo al mercado negro sacando así una considerable suma de dinero que le permitira operarse lo pechos. Aumentarse alguna talla de más y satisfacer a Morgano que parecía haberse perdido en medio de un estornudo perpetuo.
Era evidente que la solución regía en el cuadro añejo. Morgana veía posible el intercambio que satisfacería esas manos de baloncesista, ya un poco viejas pero ociosas por poder agarrar de nuevo unos buenos balones.
Viernes por la noche. El abuelo descansaba su culo sobre el sofá verde del salón. Miraba la tele desapasionadamente. Con una mano sujetaba su cabeza que parecía no poder aguantarse por si sola; y con la otra movía el dedo índice sobre el mando a distancia de la tele, para hacer zapping o zappinguear, como solía decir.
Morgana aprovechó la situación para coger el cuadro de Felipe VII que se encontraba en la habitación contigua. 'Voy a casa Conchi un momento', dijo Morgana ya saliendo de casa. Morgano conocía bien que significaba la expresión "casa de Conchi", se trataba de una clave que tenían para decir que Morgana iba a vender alguna de las antigüedades del abuelo, altamente valoradas. Ese intercambio del cuadro no era el primero ni seria el último.
Morgano y Morgana, aquel matrimonio aparentemente normal, generoso por cuidar del abuelo, felices y sin hijos. Un matrimonio unido, que conjuntamente habían creado aquella perfecta apariencia: unos cuerpos perfectos, una casa de ensueño, un yate, un descapotable, vacaciones anuales, una casa de campo, otra en la montaña, un perro, un gato, y decenas de objetos lujosos que habían conseguido gracias al "intercambio".
Un intercambio que se daba progresivamente, a medida que el abuelo -dueño de todas aquellas relíquias- iba perdiendo memoria, o dicho de otro modo, se iba perdiendo en su enfermedad terminal.