miércoles, 11 de mayo de 2016

Dora, la curiosa exploradora, y Arnaldo, quien le enseñó a navegar

- Sin duda alguna, es un pulpo - certificó Arnaldo.
- Como tengo que decírtelo, ¿no ves la forma que tiene, su cabeza alargada? Es un calamar. Y no quiero discutirlo más. - añadió Dora alzando la voz.

La habitación se apoderó del silencio. Ni el ruido del exterior conseguía cruzar la pared. Los ojos de Arnaldo brillaban en la esquina norte. El sol había decaído tanto que conseguía cortar el cuerpo de Arnaldo en dos: el de la luz y el de la oscuridad. Una división que conforme pasaban los minutos se iba evidenciando: una parte de Arnaldo se estaba consumiendo.

En la cama tumbada, Dora se había quedado. Apoderándose de las sábanas revueltas que cubrían levemente su trasero mientras dejaba sus dos pechos explosivos a la vista, exponiéndolos sin temor ninguno delante de la pantalla del portátil. El brillo de los ojos de Arnaldo era tan triste que Dora lo ignoró. Ella seguía sumergida en el mundo de los Cefalópodos.

Consumida por la curiosidad, Dora continuaba obsesivamente buscando información sobre los calamares gigantes. Arnaldo la había puesto a prueba. Sabía de sobras la diferencia entre un calamar y un pulpo. Él sabía como habían llegado hasta aquí, se lo había buscado. Dora se había dejado llevar sin darse cuenta. Arnaldo la alimentaba con preguntas sin respuesta y ella las aceptaba como cuando un pollito, sin saber por qué e instintivamente, abre la boca para coger la comida de su mamá.

Su casa estaba llena de libros, había tantos libros que habían tenido que sacar los muebles para que entraran todos. Las estanterías eran libros sobre libros. El sofá estaba hecho de libros, la mesa y las sillas tampoco eran una excepción. Las cortinas eran columnas del periódico. Las paredes por supuesto estaban empapeladas.

La curiosidad había retroalimentando la mente de Dora hasta el punto de convertirse en una obsesión que les consumía a los dos. Al principio, a Arnaldo le ilusionaba la conexión que mantenían, ese hilo que les conectaba desde lo invisible hasta al infinito. Un hilo que se sostenía en la mente de la pareja. Un hilo fino y resistente, aunque no lo suficiente fuerte como para poderte agarrar en la oscuridad.

El juego de las preguntas al principio tenía gracia. Les divertía. Pero con el tiempo a Dora le cambió el humor, la obsesionó por el saber más que nadie. Como más sabía, más quería aprender. Y para Arnaldo, las preguntas nunca se acababan. 

Arnaldo la quiso poner a prueba una última vez para observar desde su situación privilegiada como Dora se desvanecía en un mundo paralelo. En silencio. Estaba llegando el crepúsculo. En silencio. Arnaldo estaba prácticamente en la oscuridad. En silencio. Ni el ruido del exterior conseguía cruzar la pared. En silencio. Dora seguía con el culo tapado por unas sábanas revueltas y los pechos al aire. En silencio.

En silencio hasta que el ruido de un hilo invisible rompiéndose lo desvaneció. 

Dora levantó los ojos de la pantalla del ordenador, situando rápidamente su campo de visión sobre la esquina norte donde Arnaldo ya no estaba.

Nota de Jubilee, 20:43 del 11.04.16. Dora la exploradora y Arnaldo el de las preguntas, historia escuchada en la tienda de María por boca de dos mujeres que esperaban para se despachadas.

martes, 19 de enero de 2016

María la de la leche

A María la de la leche le llamaban así porqué vendía leche, aunque quién le puso el mote lo hizo por su carácter fuerte, a veces agrio. En la tienda nadie se atrevía a desafiarla, así pues, la razón la tenía siempre. Si el vaso era de 200ml, tenía un precio fijo, aunque nunca te lo llenara hasta arriba. Pero esto nadie se lo discutía. Para los que traían las botellas de su casa, María les sonreía amablemente aunque siempre usaba su medidor, no fuese caso que entrase una gota de más. Esto iba en contra del negocio.

A las vacas, las cabras y las ovejas, nunca nadie las había visto. Aunque nadie discernía sobre el buen sabor que tenía la leche de María, viniesen de donde viniesen. En la tienda podías encontrar leche de todas clases. Para los más clásicos y salvajes había de vaca, oveja y cabra. Todas ellas eran combinables entre si. También ofrecía -aunque sin mucha demanda- la vertiente vegetal con leche de almendras, soja, avena, nueces, arroz, avena y anacardo.

La virtud de María la de la leche iba más allá de producir leche. En cuanto una persona entraba por la puerta María reconocía qué leche necesitaba. Fascinados los extranjeros por la capacidad de desnudar sus propias mentes, se dejaban guiar por María quien conseguía además venderles el jabón.

El jabón no era más que leche sólida. Sin embargo, no era comestible. No importaba que no lo necesitaras, María la de la leche conseguía vendértelo. El jabón iba por peso. Por peso y por tiempo. El tiempo que tardaba María la de la leche en calcular cuantas pesas tenía que poner para nivelarlas con el jabón. Pero la paciencia de los clientes parecía ser eterna.

El éxito de María llegó a ser tan grande que todo el mundo compraba leche y, de rebote, jabón. Por las mañanas las cocinas y las lavandería de las casas olían a leche caliente. En el pueblo no había nadie que no consumiese leche. Ni hubiese llevado nunca una pieza de ropa lavada con jabón de leche.

No se sabe exactamente qué día era cuando la leche de vaca se terminó. En el pueblo, algunos hablan de que fue después de lo de la tetería que abrió enfrente. Otras voces, murmuran que las vacas murieron por sobredosis, pues se dice que en parte se alimentaban de cannabis. En la panadería de Magdalena comentan que el día que la leche de vaca se terminó el pueblo estaba desesperado. Dicen que no fue solo porqué se acabó la leche de vaca, sino que esto desencadenó el fin de la de oveja y de cabra.

Nunca nadie había visto las vacas, las ovejas y las cabras. Pero todo el mundo bebía felizmente leche de ellas. Todo el mundo ignoraba la dieta de las vacas, las ovejas y las cabras. Pero nadie desconocía su adicción al cannabis.

María se compró una báscula digital, dejó de pesar el jabón y empezó a venderlo por tamaño. En la lechería, se empezó a medir la leche por peso. Es decir, a pesarla. Pues María la de la leche siempre decía que las almendras y la avena ocupaban diferente espacio. Los extranjeros ya no aceptaban el jabón tan fácilmente. Incluso había quien se atrevía a retar a María, desafiándole a que le rellenara la botella hasta el tapón.

Se comenta que en el pueblo se dejó de consumir leche animal. Pero en realidad nunca nadie supo si en realidad existieron las vacas, las cabras y las ovejas. Lo que si que se supo es que María la de la leche, además de elaborar leche, elaboraba, o más bien, cultivaba cannabis. Se desconoce totalmente su uso.

Nota de Jubilee, 20:30 del 19.01.16. Historia de cómo un pueblo ignorante dejó la adicción al cannabis.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Noche de navidad en Frkjäm

Una carretera recta sin cruces durante aproximadamente 3km conducía al pequeño pueblo de Frkjäm. Pocos coches transitaban por esa carretera de un único sentido, sin salida y que solo llevaba a una parte: a Frkjäm. Los pueblos son conglomeraciones de casas, familias y animales que viven en un rocambolesco mapa que nunca ha estado pensado para facilitar las comunicación. Los coches no tienen cabida, las telecomunicaciones son nulas y el bar es el centro de información. Los habitantes agradecen tener una carretera que cruce el pueblo, siempre que haya un banco bien situado que permita contemplar la escena y decir cada uno la suya. Sin embargo, si una carretera no cruza el pueblo sino que solo llega hasta él, el flujo de personas, coches y telecomunicaciones se reduce considerablemente. 

Nota de Jubilee, 10.35 del 28.02.13, Primera impresión de Frkjäm.

El ejército de pelirrojos vestidos con gorro de lana, jersey de cola de caballo y zapatos de payaso adictos al perfume de mujer, llegaron. Se desconoce si el gps se perdió. Existe el punto donde se va la cobertura. El coche continuó exactamente 1h y 12 minutos después de que nadie supiese dónde estaban y aún menos donde iban.

El banco como mobiliario seguía allí. El pueblo como conglomeración ni se movió de allí. La carretera sin cruces ni gasolineras llevó a los pelirrojos a Frkjäm. Era navidad. Alguien se había encargado de decorar las dos calles del pueblo con luces azules. En el bar se servía cena especial.

La puerta del bar se abrió. Cuatro individuos pelirrojos la atravesaron y cruzaron los 3 metros que separan la puerta de la barra. En el bar había 6 mesas, 4 de la cuales estaban vacías de personas, pero llenas de polvo. En una de ellas reposaba un vaso opaco que de vez en cuando lo acariciaba una mano peluda de un hombre que se ocultaba detrás de un sombrero verde. Verde como el moho que reposaba en el fondo de la taza de la mujer sentada dos metros más a la derecha. Nadie se acuerda que hubo en su interior.

Los cuatro pelirrojos fueron directos a la barra. Un hombre lentamente se acercó a preguntar: quieren algo? Cuatro whiskies, por favor- dijo el más bajo de ellos. El hombre de la mano peluda se sacó el sombrero. Su pelo tenía forma de sombrero. Focalizó rápidamente hacia la barra.

Hacía tanto tiempo que nadie había llegado a la ciudad, y mucho menos entrado en el bar que ni siquiera las palabras tenían voz. El hombre lento de detrás la barra empezó a sacar comida. Era navidad.  Los platos sobre la mesa se enganchaban. El polvo había creado una barrera antideslizante. La madera de la mesas había cambiado de color. El bar olía a sudor hasta que empezó a salir la comida y el ambiente dejo de enfriarse.

Las 9 de la noche. Una señora vestida con un camisón de franela abrió la puerta sigilosamente. Dos minutos después entró un hombre con un taca-taca a una velocidad espeluznante, venía para el postre. La puerto no se cerró. Dos gemelas vestidas cromáticamente igual llegaron. Un varón que parecía más joven que el resto se sentó al lado del hombre del cabello en forma de sombrero, y de las manos peludas. Llevaba un bolso de mujer de donde sacó un bola de cristal.

El hombre de detrás de la barra no paraba de sacar comida. La puerta seguía sin cerrarse. Las sillas empezaban a cambiar de posición mientras a su paso dejaban el suelo a topos. Entonces la puerta del baño se abrió. Una mujer con una pinta horrible y un acordeón salió de ella. Nadie sabe cuanto tiempo llevaba allí. El acordeón a penas sonaba. Pero el ruido de los cubiertos sobre los platos era tan fuerte que nadie se dio cuenta de lo desafinado que estaba el acordeón.

Los cuatro pelirrojos seguían sentados en su mesa cuadrada, mientras los 4 whiskies se convertían en aire. Observando la escena. Escuchando la escena. El más bajo de todos les hizo una señal, se levantó y los otros 3 le siguieron para abandonar sigilosamente el bar.

Era navidad. La noche era cálida, hecho raro. Subieron al coche. Salieron del pueblo por el mismo sitio por donde habían llegado, pues, no había más carretera. El banco como mobiliario seguía allí. Siguieron recto dejando atrás el cartel de Frkjäm hasta que llegaron al lugar donde horas antes perdieron la cobertura. La radio empezó a sonar con "After the fall" de Grant Nicholas. El pelirrojo bajo, el que pidió los whiskies, el que hizo el guiño, el que conducía, empezó a cantar. Los otros tres, simplemente, hicieron los coros mientras se alejaban de un pueblo que simplemente, no salía en los mapas.



Nota de Jubilee, 20.30 del 20.12.15, Segunda y última impresión de Frkjäm.


lunes, 11 de febrero de 2013

Alejandría


"Se venden reflejos deseados. Cristalería", esto es lo que se podía leer en la gran fachada, escrito en letras mayúsculas y ocupando gran parte de la planta baja. Era la tienda de Alejandro.

El trabajo de vendedor de deseos, tal como el pueblo lo conocía, no fue un trabajo buscado. En los años 20, el abuelo de Alejandro emprendió el oficio, siendo entonces una tienda novedosa, expectante y llena de leyendas e historias, que sin buscarlo atrajo a residentes, pasajeros y de vez en cuando algún despistado que buscaba un lugar donde confesar sus pecados.

Aquellos que conocían la historia y la tienda sabían bien que ser vendedor de deseos no era una cosa que cualquiera pudiese llegar a ser, es más, eso se llevaba en la sangre, se nacía, y por lo tanto, se pasaba de generación en generación.

Alejandro, el tercero de su especie, viudo, sin hijos y que compartía un ático sin ascensor con un perro ciego, había dedicado los últimos 15 años de su vida intentando vender realidades ilusas. Abogados, joyeros, basureros, enólogos, médicos, forenses, cocineros, astrónomos y cientos de perfiles diferentes habían pasado por su tienda en busca de una vida mejor. Una vida posible que podías conseguir en: "Alejandría: la tienda donde puedes conseguir lo que siempre has querido".

Hay pueblos donde la gente va por su excelente gastronomía, otros donde los viajeros se paran a contemplar las obras arquitectónicas, también hay pueblos donde los curiosos se acercan a conocer dónde han nacido o vivido grandes personajes famosos: actores, futbolistas o poetas. El pueblo de la Cristalería, sin embargo, no era como ninguno de los anteriores pueblos, no era bonito, no se comía bien (salvo en Casa Conchi) y ni siquiera nadie famoso había pasado nunca. 

Era un pueblo sin muchos coches, con la mayoría de calles sin alquitranar, con dos o tres comercios, sin Internet y donde el gallo servía de despertador para todos. Pero allí estaba la Cristalería, donde vendían toda clase de objetos hechos de cristal: tazas, copas, cuchillos, jarras, llaveros, etc.  Alejandro sabía que todos esos objetos estaban llenos de polvo, ya que hacía más de 15 años que estaban allí porqué nadie los había comprado. Servían para decorar, para llenar.

Sin embargo, la tienda era famosa por "la venta de los reflejos deseados". Todo el mundo quedaba asombrado de los poderes mágicos de aquellos espejos y de la capacidad de Alejandro. Nada más entrar por la puerta, él sabia cual era el problema del cliente, le hacía 4 preguntas para quedar bien y asegurar el tiro, y seguidamente le hacía pasar a la trastienda donde tenía una gran sala llena de espejos de todos los tamaños. Le indicaba que espejo era el más adecuado según su impresión y les decía siempre "Relájase y piense en lo que le gustaría ver. Le dejo solo. Vuelvo en 10 minutos." 

Mirarse en el espejo era como ver una película donde tú eras el director, guionista y actor.

Una vez escogido el espejo, Alejandro les enseñaba el catálogo de marcos y formas disponibles, aún así, había la posibilidad de personalizarlo pagando un plus. La Cristalería llegó a ser tan famosa que salía en la guía "le routard".

"Se _enden refl__os dese_dos. _rist_lería", esto es lo que hoy se podía leer en la gran fachada, escrito en letras mayúsculas y ocupando gran parte de la planta baja. Fue la tienda de Alejandro. El último de su generación. Su abuelo había visto nacer a su padre en esa misma tienda donde Alejandro murió la tarde del gran terremoto. Todo el pueblo se acordaba de aquel fatídico día. En Casa Conchi, las lentejas que tenía en el fuego acabaron por el suelo, pero eso no fue nada en comparación de lo que pasó en Alejandría. 

Las tazas, copas, cuchillos, jarras, llaveros y miles de objetos hechos de cristal empezaron a caerse como dagas voladoras. Alejandro estaba dentro, y lo que pasó en el interior fue como agitar una cajita de chinchetas a grande escala. Nadie lo vio.





jueves, 22 de noviembre de 2012

La ventana discreta

Eran las 8.06 de la mañana. Pilar se despertaba, ponía los pies en las zapatillas que había al lado de su cama. Se levantaba, suspiraba y pensaba que otro día igual le esperaba. Como cada día hacía la cama, se lavaba la cara, se vestía e iba a desayunar. Un vaso de leche, dos galletas maría y las pastillas que le había recetado su médico.

8.37 Pilar corría las cortinas del comedor, abría la ventana y salía al balcón a regar el jazmín, el geranio, las margaritas y un cactus inmortal.

Veinte minutos antes Ricardo había abierto el ojo izquierdo y a continuación el derecho. Había sacado la mano de entre las sábanas y palpando bruscamente en su mesilla de noche había dado con las gafas de vista. Ricardo se había puesto las gafas mientras se incorporaba de la cama poniendo al mismo tiempo los pies dentro de las zapatillas de andar por casa. Varios minutos había tardado en poder levantarse, ya que con el esfuerzo de encontrar las gafas, ya había consumido la mitad de su energía acumulada. 

Alrededor de las 8.25 bajaba a desayunar a la cocina -justo dos minutos más tarde que Pilar- y después de haberse aseado y haber perdido casi 5 minutos en bajar el tramo de 10 escalones que separaban el primer piso de la planta baja. Ricardo desayunaba una rebanada de pan con mantequilla y un poco de mermelada de tomate, un zumo de naranja y las pastillas que le había recetado su médico.

8.40. Pilar regaba las plantas. Ricardo se sentaba al sillón que había junto a la ventana del comedor y mientras se peinaba los cuatro pelos que le quedaban de su escasa cabellera, miraba por la ventana a Pilar.

Pilar llevaba el vestido verde de flores, un tanto cortito para una mujer de su edad, pensarían muchas. El aire del mar, cálido y húmedo, removía las banderolas de las fiestas que cubrían las calles del pueblo. Ese mismo aire cálido removía el vestido floreado de Pilar permitiendo que desde la casa de enfrente Ricardo pudiese verle las bragas negras.

Ricardo cogía el cuaderno y el lápiz y, como cada día, dibujaba a Pilar. Una mujer bellísima a pesar de su larga edad, sus arrugas le favorecían, y su media melena blanca le transmitían a Ricardo una extraña sensación de placer y paz al mismo tiempo. Aunque Ricardo no la pudiese tocar más que en sus bocetos, Pilar era su mujer.

Las plantas de Pilar y sus arrugas crecían al mismo tiempo que el suelo de la casa de Ricardo se llenaba de bocetos y de cabellos. El tiempo pasaba, los vestidos cambiaban a abrigos, los geranios perdían las flores y Ricardo cada día tardaba más en bajar las escaleras.

Un día, alrededor de las 8.25, como cada día, empezó a bajar las escaleras y de repente se tropezó, suerte que estuvo a tiempo de agarrarse a la barandilla y evitar lo que podría haber sido su final. Ese tropiezo provocó que Ricardo llegase un poco más tarde al sillón del comedor. Se sentó, y mientras se disponía a peinar lo que le quedaba de cabello, miró por la ventana. Miró el reloj de la pared. Volvió a mirar por la ventana. Miró el reloj de su bolsillo. Volvió a mirar por la ventana. Pilar no había salido a regar las plantas, ni siquiera había corrido las cortinas. 

Ricardo no tenía nada que dibujar. Ricardo se pasó todo el día mirando por la ventana, esperando que su musa saliese, pero no salió. Ni el día siguiente. Ni el otro. Ricardo se quedó sentado, esperando, mirando perdidamente el balcón de Pilar. Pero las cortinas no se corrieron nunca más.

Ricardo se quedó sentado, con el lápiz en la mano hasta que se le cayó.



sábado, 27 de octubre de 2012

La habitación del aire

Helio había cogido una cesta pequeña. Después de dar dos vueltas por el supermercado en busca del azúcar, se dirige finalmente a un trabajador de rasgos orientales y le pregunta por el azúcar. Al pasillo de la derecha al lado de los huevos, le contesta amablemente el chico. ¿cómo no lo había visto?

Helio sigue las instrucciones del asiático y se dirige hacia el azúcar. Una joven alta con mini falta se agacha delante de él para coger un paquete de azúcar. Visualmente una escena caliente. Helio se pone nervioso y se le caen las bolsas que lleva en la mano.

"Le ayudo señor" vocaliza la joven de la mini falta girándose hacía Helio. Perplejo, sin palabras, le dice que si queriendo decir que no. La joven sonríe y amablemente se agacha para recoger las bolsas mientras Helio aún embobado se queda mirando el escote. "Está bien señor?" Helio, perplejo, sin más palabras le dice que no queriendo decir que si.

La mujer, la joven de la mini falda, se arrima a Helio y suavemente coloca su mano en el hombro de Helio. "Necesita ayuda? Quiere que le acompañe a algún sitio?" pregunta la joven sin nombre. Y cordialmente añade "creo que le iría bien tomar el aire, acompáñeme". Y cogiéndole por la mano dulcemente le guía el camino a seguir. 

Pasan por el pasillo de los cereales, después por el de los zumos, seguidamente por el de la pasta, las neveras, los congeladores. Helio empieza a temblar. Y curiosamente se alejan de la cajas, por donde supuestamente deberían haber pasado para salir a la calle a tomar el aire. Helio no entiende porque no van hacía fuera, sino al contrario, se adentran en el supermercado, atravesando una puerta donde dice "prohibido el paso a toda persona aliena a esta empresa". Y debajo añadido en rotulador negro "solo personal autorizado". Y un poquito más abajo, Helio puede identificar un dibujo pequeñito de un pene.

Atraviesan un pasillo con poca luz, apenas dos luces de emergencia en la pared de la derecha. Helio piensa que quizás tengan una salida más rápida hacia la calle o quizás una sala para tomar el aire. La joven de la mini falda, que sigue agarrando la mano de Helio, se gira hacia él y con una mirada cómplice le sonríe antes de abrir una puerta.

La habitación del aire. Una habitación sin ventana, un sofá, una mesa con una silla y un lámpara de pie. Helio piensa que todo es muy surrealista. La joven de la mini falda cierra la puerta, mira el reloj, se desnuda y mira a Helio diciéndole que se apresure.

La habitación del aire se queda por momentos sin aire. 5 minutos de reloj los cuales Helio podría haber invertido cogiendo el azúcar, las patatas fritas, el zumo de tomate, los champiñones en conserva y el pan de molde. Pero en vez de esto está desnudo con una mujer en una sala de un supermercado.

El aire se termina y la mujer se viste rápidamente. "Sal por donde hemos entrado" dice la joven y sale por la puerta. Helio se queda un minuto observando la habitación y después sale. El supermercado sigue igual, pasa por el lado del trabajador de rasgos asiáticos quién le sonríe y misteriosamente le guiña el ojo. Helio sigue andando, cruza todo el supermercado, pasa por la puerta de "salida sin compra", se abrocha la chaqueta, respira hondo, mira la hora, mira hacia el cielo, pone las manos en los bolsillos del vaquero y empieza a andar. 

A los cuatro pasos se da cuenta que tiene un papel en el vaquero, lo saca y ve una nota que pone "Siempre que quieras en el pasillo del azúcar. Si no estoy allí pregunta al asiático por mi. F.".


jueves, 27 de septiembre de 2012

El intercambio

El cristal de la copa se rompió en mil pedazitos. Morgano pensó que había sido consecuencia de su estornudo. Pero Morgana sabía que había sido su abuelo, desde la otra habitación, quién le había dado fuerte con el taladro para intentar colgar el cuadro de Felipe VII. 

El estornudo de Morgano duró aquellos escasos segundos, inconexos con la realidad, pero suficientes para que un mosquito te pique. Aquella milésima de segundo en que todo se mueve, el vaso se derrama, la comida se te cae, o las palabras se te traban.

Pero el estornudo de Morgano no era lo más importante en aquella casa. El cuadro que estaba intentando colgar el abuelo tenía más de 100 años, era claramente una relíquia. Morgana pensaba como robarlo y venderlo al mercado negro sacando así una considerable suma de dinero que le permitira operarse lo pechos. Aumentarse alguna talla de más y satisfacer a Morgano que parecía haberse perdido en medio de un estornudo perpetuo.

Era evidente que la solución regía en el cuadro añejo. Morgana veía posible el intercambio que satisfacería esas manos de baloncesista, ya un poco viejas pero ociosas por poder agarrar de nuevo unos buenos balones.

Viernes por la noche. El abuelo descansaba su culo sobre el sofá verde del salón. Miraba la tele desapasionadamente. Con una mano sujetaba su cabeza que parecía no poder aguantarse por si sola; y con la otra movía el dedo índice sobre el mando a distancia de la tele, para hacer zapping o zappinguear, como solía decir.

Morgana aprovechó la situación para coger el cuadro de Felipe VII que se encontraba en la habitación contigua. 'Voy a casa Conchi un momento', dijo Morgana ya saliendo de casa. Morgano conocía bien que significaba la expresión "casa de Conchi", se trataba de una clave que tenían para decir que Morgana iba a vender alguna de las antigüedades del abuelo, altamente valoradas. Ese intercambio del cuadro no era el primero ni seria el último.

Morgano y Morgana, aquel matrimonio aparentemente normal, generoso por cuidar del abuelo, felices y sin hijos. Un matrimonio unido, que conjuntamente habían creado aquella perfecta apariencia: unos cuerpos perfectos, una casa de ensueño, un yate, un descapotable, vacaciones anuales, una casa de campo, otra en la montaña, un perro, un gato, y decenas de objetos lujosos que habían conseguido gracias al "intercambio".

Un intercambio que se daba progresivamente, a medida que el abuelo -dueño de todas aquellas relíquias- iba perdiendo memoria, o dicho de otro modo, se iba perdiendo en su enfermedad terminal.