Eran las 8.06 de la mañana. Pilar se despertaba, ponía los pies en las zapatillas que había al lado de su cama. Se levantaba, suspiraba y pensaba que otro día igual le esperaba. Como cada día hacía la cama, se lavaba la cara, se vestía e iba a desayunar. Un vaso de leche, dos galletas maría y las pastillas que le había recetado su médico.
8.37 Pilar corría las cortinas del comedor, abría la ventana y salía al balcón a regar el jazmín, el geranio, las margaritas y un cactus inmortal.
Veinte minutos antes Ricardo había abierto el ojo izquierdo y a continuación el derecho. Había sacado la mano de entre las sábanas y palpando bruscamente en su mesilla de noche había dado con las gafas de vista. Ricardo se había puesto las gafas mientras se incorporaba de la cama poniendo al mismo tiempo los pies dentro de las zapatillas de andar por casa. Varios minutos había tardado en poder levantarse, ya que con el esfuerzo de encontrar las gafas, ya había consumido la mitad de su energía acumulada.
Alrededor de las 8.25 bajaba a desayunar a la cocina -justo dos minutos más tarde que Pilar- y después de haberse aseado y haber perdido casi 5 minutos en bajar el tramo de 10 escalones que separaban el primer piso de la planta baja. Ricardo desayunaba una rebanada de pan con mantequilla y un poco de mermelada de tomate, un zumo de naranja y las pastillas que le había recetado su médico.
8.40. Pilar regaba las plantas. Ricardo se sentaba al sillón que había junto a la ventana del comedor y mientras se peinaba los cuatro pelos que le quedaban de su escasa cabellera, miraba por la ventana a Pilar.
Pilar llevaba el vestido verde de flores, un tanto cortito para una mujer de su edad, pensarían muchas. El aire del mar, cálido y húmedo, removía las banderolas de las fiestas que cubrían las calles del pueblo. Ese mismo aire cálido removía el vestido floreado de Pilar permitiendo que desde la casa de enfrente Ricardo pudiese verle las bragas negras.
Ricardo cogía el cuaderno y el lápiz y, como cada día, dibujaba a Pilar. Una mujer bellísima a pesar de su larga edad, sus arrugas le favorecían, y su media melena blanca le transmitían a Ricardo una extraña sensación de placer y paz al mismo tiempo. Aunque Ricardo no la pudiese tocar más que en sus bocetos, Pilar era su mujer.
Las plantas de Pilar y sus arrugas crecían al mismo tiempo que el suelo de la casa de Ricardo se llenaba de bocetos y de cabellos. El tiempo pasaba, los vestidos cambiaban a abrigos, los geranios perdían las flores y Ricardo cada día tardaba más en bajar las escaleras.
Un día, alrededor de las 8.25, como cada día, empezó a bajar las escaleras y de repente se tropezó, suerte que estuvo a tiempo de agarrarse a la barandilla y evitar lo que podría haber sido su final. Ese tropiezo provocó que Ricardo llegase un poco más tarde al sillón del comedor. Se sentó, y mientras se disponía a peinar lo que le quedaba de cabello, miró por la ventana. Miró el reloj de la pared. Volvió a mirar por la ventana. Miró el reloj de su bolsillo. Volvió a mirar por la ventana. Pilar no había salido a regar las plantas, ni siquiera había corrido las cortinas.
Ricardo no tenía nada que dibujar. Ricardo se pasó todo el día mirando por la ventana, esperando que su musa saliese, pero no salió. Ni el día siguiente. Ni el otro. Ricardo se quedó sentado, esperando, mirando perdidamente el balcón de Pilar. Pero las cortinas no se corrieron nunca más.
Ricardo se quedó sentado, con el lápiz en la mano hasta que se le cayó.