"Se venden reflejos deseados. Cristalería", esto es lo que se podía leer en la gran fachada, escrito en letras mayúsculas y ocupando gran parte de la planta baja. Era la tienda de Alejandro.
El trabajo de vendedor de deseos, tal como el pueblo lo conocía, no fue un trabajo buscado. En los años 20, el abuelo de Alejandro emprendió el oficio, siendo entonces una tienda novedosa, expectante y llena de leyendas e historias, que sin buscarlo atrajo a residentes, pasajeros y de vez en cuando algún despistado que buscaba un lugar donde confesar sus pecados.
Aquellos que conocían la historia y la tienda sabían bien que ser vendedor de deseos no era una cosa que cualquiera pudiese llegar a ser, es más, eso se llevaba en la sangre, se nacía, y por lo tanto, se pasaba de generación en generación.
Alejandro, el tercero de su especie, viudo, sin hijos y que compartía un ático sin ascensor con un perro ciego, había dedicado los últimos 15 años de su vida intentando vender realidades ilusas. Abogados, joyeros, basureros, enólogos, médicos, forenses, cocineros, astrónomos y cientos de perfiles diferentes habían pasado por su tienda en busca de una vida mejor. Una vida posible que podías conseguir en: "Alejandría: la tienda donde puedes conseguir lo que siempre has querido".
Hay pueblos donde la gente va por su excelente gastronomía, otros donde los viajeros se paran a contemplar las obras arquitectónicas, también hay pueblos donde los curiosos se acercan a conocer dónde han nacido o vivido grandes personajes famosos: actores, futbolistas o poetas. El pueblo de la Cristalería, sin embargo, no era como ninguno de los anteriores pueblos, no era bonito, no se comía bien (salvo en Casa Conchi) y ni siquiera nadie famoso había pasado nunca.
Era un pueblo sin muchos coches, con la mayoría de calles sin alquitranar, con dos o tres comercios, sin Internet y donde el gallo servía de despertador para todos. Pero allí estaba la Cristalería, donde vendían toda clase de objetos hechos de cristal: tazas, copas, cuchillos, jarras, llaveros, etc. Alejandro sabía que todos esos objetos estaban llenos de polvo, ya que hacía más de 15 años que estaban allí porqué nadie los había comprado. Servían para decorar, para llenar.
Sin embargo, la tienda era famosa por "la venta de los reflejos deseados". Todo el mundo quedaba asombrado de los poderes mágicos de aquellos espejos y de la capacidad de Alejandro. Nada más entrar por la puerta, él sabia cual era el problema del cliente, le hacía 4 preguntas para quedar bien y asegurar el tiro, y seguidamente le hacía pasar a la trastienda donde tenía una gran sala llena de espejos de todos los tamaños. Le indicaba que espejo era el más adecuado según su impresión y les decía siempre "Relájase y piense en lo que le gustaría ver. Le dejo solo. Vuelvo en 10 minutos."
Mirarse en el espejo era como ver una película donde tú eras el director, guionista y actor.
Una vez escogido el espejo, Alejandro les enseñaba el catálogo de marcos y formas disponibles, aún así, había la posibilidad de personalizarlo pagando un plus. La Cristalería llegó a ser tan famosa que salía en la guía "le routard".
"Se _enden refl__os dese_dos. _rist_lería", esto es lo que hoy se podía leer en la gran fachada, escrito en letras mayúsculas y ocupando gran parte de la planta baja. Fue la tienda de Alejandro. El último de su generación. Su abuelo había visto nacer a su padre en esa misma tienda donde Alejandro murió la tarde del gran terremoto. Todo el pueblo se acordaba de aquel fatídico día. En Casa Conchi, las lentejas que tenía en el fuego acabaron por el suelo, pero eso no fue nada en comparación de lo que pasó en Alejandría.
Las tazas, copas, cuchillos, jarras, llaveros y miles de objetos hechos de cristal empezaron a caerse como dagas voladoras. Alejandro estaba dentro, y lo que pasó en el interior fue como agitar una cajita de chinchetas a grande escala. Nadie lo vio.