- Sin duda alguna, es un pulpo - certificó Arnaldo.
- Como tengo que decírtelo, ¿no ves la forma que tiene, su cabeza alargada? Es un calamar. Y no quiero discutirlo más. - añadió Dora alzando la voz.
La habitación se apoderó del silencio. Ni el ruido del exterior conseguía cruzar la pared. Los ojos de Arnaldo brillaban en la esquina norte. El sol había decaído tanto que conseguía cortar el cuerpo de Arnaldo en dos: el de la luz y el de la oscuridad. Una división que conforme pasaban los minutos se iba evidenciando: una parte de Arnaldo se estaba consumiendo.
En la cama tumbada, Dora se había quedado. Apoderándose de las sábanas revueltas que cubrían levemente su trasero mientras dejaba sus dos pechos explosivos a la vista, exponiéndolos sin temor ninguno delante de la pantalla del portátil. El brillo de los ojos de Arnaldo era tan triste que Dora lo ignoró. Ella seguía sumergida en el mundo de los Cefalópodos.
Consumida por la curiosidad, Dora continuaba obsesivamente buscando información sobre los calamares gigantes. Arnaldo la había puesto a prueba. Sabía de sobras la diferencia entre un calamar y un pulpo. Él sabía como habían llegado hasta aquí, se lo había buscado. Dora se había dejado llevar sin darse cuenta. Arnaldo la alimentaba con preguntas sin respuesta y ella las aceptaba como cuando un pollito, sin saber por qué e instintivamente, abre la boca para coger la comida de su mamá.
Su casa estaba llena de libros, había tantos libros que habían tenido que sacar los muebles para que entraran todos. Las estanterías eran libros sobre libros. El sofá estaba hecho de libros, la mesa y las sillas tampoco eran una excepción. Las cortinas eran columnas del periódico. Las paredes por supuesto estaban empapeladas.
La curiosidad había retroalimentando la mente de Dora hasta el punto de convertirse en una obsesión que les consumía a los dos. Al principio, a Arnaldo le ilusionaba la conexión que mantenían, ese hilo que les conectaba desde lo invisible hasta al infinito. Un hilo que se sostenía en la mente de la pareja. Un hilo fino y resistente, aunque no lo suficiente fuerte como para poderte agarrar en la oscuridad.
El juego de las preguntas al principio tenía gracia. Les divertía. Pero con el tiempo a Dora le cambió el humor, la obsesionó por el saber más que nadie. Como más sabía, más quería aprender. Y para Arnaldo, las preguntas nunca se acababan.
Arnaldo la quiso poner a prueba una última vez para observar desde su situación privilegiada como Dora se desvanecía en un mundo paralelo. En silencio. Estaba llegando el crepúsculo. En silencio. Arnaldo estaba prácticamente en la oscuridad. En silencio. Ni el ruido del exterior conseguía cruzar la pared. En silencio. Dora seguía con el culo tapado por unas sábanas revueltas y los pechos al aire. En silencio.
En silencio hasta que el ruido de un hilo invisible rompiéndose lo desvaneció.
Dora levantó los ojos de la pantalla del ordenador, situando rápidamente su campo de visión sobre la esquina norte donde Arnaldo ya no estaba.
Nota de Jubilee, 20:43 del 11.04.16. Dora la exploradora y Arnaldo el de las preguntas, historia escuchada en la tienda de María por boca de dos mujeres que esperaban para se despachadas.