martes, 14 de febrero de 2012

Los tesoros de Marco

Todos los juguetes de Marco estaban fuera de su sitio. Pero cuál era el buen sitio? Según su padre en el baúl, según su madre en el cubo de plástico y según su hermano pequeño en el suelo de la habitación. Quizás por eso Marco los escondía en los lugares más insólitos de la casa.

A menudo se escuchaban gritos de su madre al encontrar una araña en un cajón, un dinosaurio en el congelador, Spidermans colgando de las lámparas, entre otros. La incertidumbre de encontrarse un ser inanimado en el sitio menos esperado le ponía bastante de los nervios a la mamá. Pero por lo menos los juguetes no estaban tirados por el suelo, pensaba, y el niño, si más no, estaba entretenido.

No era Marco Polo, pero su afán explorador le llevó a dibujar un mapa de su casa donde decía exactamente dónde estaba cada juguete y el día que lo había escondido. Con una cruz marcaba los que aún estaban por encontrar, con un círculo los que había encontrado mamá y con un cuadrado los de papá (de esos había pocos).

En los años, aquella casa se convirtió en una gran casa del tesoro. Había juguetes escondidos en sitios inimaginables y que quizás nadie nunca llegaría a encontrar. Llegó un momento que a mamá ya no le extrañaba encontrarse un playmobil dentro del azúcar o un barquito en la cisterna del water.

Aquello era normal en casa de los Leopoldo Maltés. Era tan normal que Marco organizaba actividades para sus amigos, para pasar la tarde, donde había que encontrar diferentes objetos con un tiempo limitado y dónde el ganador se llevaba lo encontrado. Había colas larguísimas de niños que querían entrar. Todo el mundo quería ser amigo de Marco.

Dicen los vecinos que había tantos juguetes escondidos que cuando Marco terminó la universidad aún iban niños, y no tan niños, a jugar. Algunos de los privilegiados cuentan que iban por curiosidad, otros por las reliquias que podían encontrarse, algunas de coleccionista, y otros aseguran que iban por las magdalenas que preparaba su mamá.



martes, 7 de febrero de 2012

Zumo de tomate sin color

Aún no habían tocado las 4 de la tarde, era un lunes festivo y estaba lloviendo a bots i a barrals que dicen los catalanes. La tele apestaba más que el pienso del perro.

Estaba solo porqué era un cabrón y se lo merecía (eso lo digo yo, porqué él no se había dado cuenta). Y no había nada que le diera más placer que joder a la gente. Él era así. Un hombre de pocas palabras pero con las ideas muy claras. Era difícil de convencer, para qué engañarnos.

Cuándo llovía, le gustaba ver películas de Charles Chaplin y mientras tanto beber zumo de tomate. Lloraba fácilmente. También bebía mucho zumo de tomate. Y además se sabía todas las películas mudas de memoria. Le gustaban. Le encantaban, porqué nadie hablaba. Eran su reflejo más claro, tan claro que ni siquiera tenían color.

No se sabe exactamente si era la persona más sola del mundo, porqué en su casa vivían miles de bichos. Algunos de ellos parecían especies nacidas para vivir allí, salidas de entre restos de zumos de tomate, olor a tabaco y sudor humano.

Todo el mundo atribuyó su muerte al diluvio que cayó durante 20 días, hecho por el que según mi parecer debía de haber estado preparado. En su despensa había más Tetra briks de zumo que en el supermercado de la esquina. Su estantería estaba llena de VHS mudos. Todo perfecto para una larga sesión de lluvia.

Se lo encontró la limpiadora de la escalera una tarde que llovía a cántaros, que dicen los castellanos. La peste a podrido se olía desde el rellano y mezclado con el olor de lluvia no era precisamente cocido de la abuela. El estado de la casa era deplorable, los bichos se habían apoderado de ella y de ello.

Estaba aparentemente solo. Estuvo siempre solo, pero nadie supo si su soledad fue interior. Ni siquiera lo supe yo.