sábado, 24 de diciembre de 2011

Un cojín para olvidar

Sudado tenía el culo después de tantas horas sentada en la silla de madera. Esa sensación desagradable de como haberse meado encima y tener la necesidad de tocarse el culo para comprobarlo. Marta realizó la acción y de ese modo se despistó de tal forma que anotó tres más ocho igual a diez.

Metro setenta y tres, delgada, guapa, con un pelo brillante, ganadora del concurso de belleza de su pueblo natal, quién iba a pensar que podía equivocarse en una suma tan simple. Esa chica de la suerte a la que todo le salía siempre bien, ese día se equivocó.

Al frutero de la esquina le dará igual si en vez de once gramos son diez, pero a la cobaya de Pilar no le dio igual. Todos sabían que la culpa fue de Marta, esa dosis mal contada acabó con la corta vida de aquel dulce animalito de Pilar. Pero nadie se lo echó en cara, demasiado duro fue para la pobre Marta, y en vez de hacer que se sintiera peor optaron por ponerle un cojín a la silla de madera.


jueves, 1 de diciembre de 2011

Experimento involuntario

Marcelo era húerfano, sus papás murieron en un accidente de avión cuando volvían de las Bahamas. A Marcelo se lo contó su abuela Carmen el verano pasado ya que por aquel entonces sólo tenía 1 año y apenas se enteró.

Carmen era una mujer joven para que le llamasen "la abuela". Su joven rostro, embalsamado a diario con todo tipo de potingues, y su vestimenta de treintañera ocasionaron más de una vez dudas sobre el parentesco con Marcelo.

El día de su cuarto cumpleaños recibió un regalo. Era un paquete pequeño del tamaño de una cajita de cerillas. Marcelo lo abrió y encontró un objeto que bautizó como una Oreo que no se podía comer. La abuela le explicó que era un yo-yo, un juguete muy antiguo, y le mostró su mecanismo. El niño se quedó boquiabierto y repitió el movimiento sin obtener resultado.

Cuando aprendió, cambió el hilo por uno de más largo y se dedicó a jugar en el balcón despistando así a la gente de la calle. Justamente le vio Pablo, el niño del piso de enfrente y le pidió a su madre que le comprara uno para poder hacer lo mismo. En una semana ya había 20 niños en una sola calle jugando en los balcones con el yo-yo. En un mes centenares. Y en verano ya no había niño sin yo-yo.

Nadie sabía por qué lo hacían, simplemente vieron al de delante y lo imitaron. Nadie sabía con certeza quién lo inventó pero todo el mundo creía que fue el vecino de enfrente. Ni siquiera Marcelo se dio cuenta del impacto de sus acciones.