jueves, 1 de diciembre de 2011

Experimento involuntario

Marcelo era húerfano, sus papás murieron en un accidente de avión cuando volvían de las Bahamas. A Marcelo se lo contó su abuela Carmen el verano pasado ya que por aquel entonces sólo tenía 1 año y apenas se enteró.

Carmen era una mujer joven para que le llamasen "la abuela". Su joven rostro, embalsamado a diario con todo tipo de potingues, y su vestimenta de treintañera ocasionaron más de una vez dudas sobre el parentesco con Marcelo.

El día de su cuarto cumpleaños recibió un regalo. Era un paquete pequeño del tamaño de una cajita de cerillas. Marcelo lo abrió y encontró un objeto que bautizó como una Oreo que no se podía comer. La abuela le explicó que era un yo-yo, un juguete muy antiguo, y le mostró su mecanismo. El niño se quedó boquiabierto y repitió el movimiento sin obtener resultado.

Cuando aprendió, cambió el hilo por uno de más largo y se dedicó a jugar en el balcón despistando así a la gente de la calle. Justamente le vio Pablo, el niño del piso de enfrente y le pidió a su madre que le comprara uno para poder hacer lo mismo. En una semana ya había 20 niños en una sola calle jugando en los balcones con el yo-yo. En un mes centenares. Y en verano ya no había niño sin yo-yo.

Nadie sabía por qué lo hacían, simplemente vieron al de delante y lo imitaron. Nadie sabía con certeza quién lo inventó pero todo el mundo creía que fue el vecino de enfrente. Ni siquiera Marcelo se dio cuenta del impacto de sus acciones.




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